Una villa marinera


Siempre expectante, oteando el horizonte. Todos los días seguía la misma rutina. Al atardecer, bajaba por la escalera del acantilado. Descalza. Queriendo sentir la fría sensación sobre sus pies desnudos. Hacía tiempo que repetía ese gesto.

Durante muchos años había corrido por esos escalones resbaladizos y peligrosos. Los saltaba de dos en dos, sin ser consciente del peligro que ello entrañaba. Pero lo hacía feliz.
Aún recordaba, cómo todas las tardes se apresuraba alegre para ver la llegada de los barcos. Al divisarlos, subía de nuevo. En alocada carrera se dirigía al puerto para abrazar a su padre cuando descargaba. Él siempre la sorprendía con algún presente. Cualquier minucia, una estrella de mar, un hipocampo. Nada era todo un tesoro.

Pero lo suyo no era un caso aislado. Según contaban los viejos del lugar, los niños siempre habían vivido al amparo de la mar. El majestuoso Poseidón había marcado fuertemente la vida de los lugareños. Debía ser así. La villa marinera permanecía intacta con permiso del océano. Una pequeña península que el tiempo había convertido en una aldea de pescadores y cuyo objetivo no podía presumirse más allá de la pesca.

Los hombres no tenían otro oficio y las mujeres alternaban los cuidados familiares con la difícil virtud de la espera. Siempre estaban esperando el regreso de los pesqueros, con sus esposos, sus padres, sus hijos, sus hombres.

La vida en la aldea no deparaba grandes acontecimientos. La marcha de los pescadores y su regreso a tierra. La remienda de las redes y las nasas por parte de sus mujeres. El aprendizaje de los hijos, marineros ellos, madres ellas. Y rogando porque siempre fuera así. Cuando la costumbre se alteraba, malo. El retraso de una nave, la potencia de la luz del faro, el lúgubre tañer de las campanas de la iglesia, acompañaban los malos presagios.

Lela amaba su pueblo. Ese olor a yodo, a salitre, inundaba sus pulmones de mar. Siendo muy niña sorprendía a su madre escapándose de casa y refugiándose en la atalaya. Ese paisaje que impregnaba sus pupilas le acompañaría por el resto de su vida y la marcaria profundamente.
Borrosos recuerdos entre brumas. Dolorosas imágenes con tempestades, donde la galerna hacia naufragar los buques, meciéndolos a su antojo como cáscaras de nuez. Retazos de playas, borrados por la furia de las olas y el arrastre de nuevo a las profundidades.

En ocasiones, la frágil lengua de arena que unía el istmo con tierra firme parecía desaparecer. Era entonces cuando la antigua iglesia se quedaba pequeña. Devotos y no creyentes se refugiaban bajo los fríos muros de esa joya románica, vetusto recuerdo de un pasado casi olvidado. Allí, en unánime plegaria, oraban para que el Santo Patrón marinero les protegiese de los embates de las enfurecidas aguas.

Cuentan, que a finales del siglo pasado, la fuerte marea llegó a besar los escalones de la ermita, provocando rogativas y jaculatorias, lo que satisfizo al señor párroco, ya que vio incrementar el número de fieles que acudían a la misa dominical. Para su desgracia, en un par de semanas el temporal había amainado y se encontró solo de nuevo, con sus habituales beatas y algún infante castigado por sus progenitores.

Incluso Lela se vio obligada a cumplir con los rezos del rosario por sus pueriles travesuras. Su madre no encontraba mejor forma de aplicarle correctivo, “castigo divino” le decía. Ella lo aceptaba con cierta aquiescencia, pues como había escuchado muchas veces al cura, la asunción de la culpa redime al pecador.

Y Lela no era pecadora...

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